SOBRE MIL CADÁVERES TENDIDOS EN EL CAMPO
- Maria Alejandra Llosa
- 16 mar 2024
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 17 ene
En marzo de 2024, mes de aniversario de la muerte de este ilustre arequipeño, el 12 de marzo de 1815, traemos del pasado esta ucronía que la autora de La Politika publicó en 2015 sobre Mariano Melgar.

Publicado el 10 abril del 2015 en la Revista VARIANTE Edición N°3
Escrito basado en Hechos Reales
PLAYLIST ♫: Forasterito soy ⁄ Sin ver tus ojos ⁄ Leaving Perú
por María Alejandra Llosa Ricketts
Alzó la nariz y miró como la noche se expandía sobre el campamento. Dentro de su tienda olía a cuerpo sucio y, la mezcla de coca y cal, a acre. El viento frío de la altiplanicie de Macarimayo arrojaba la lluvia contra las tiendas de campaña.
No podía dormir y decidió sentarse a la entrada del tenducho. Se sospechaba que no muy lejos, al otro lado del río, ardían los fuegos del enemigo. “Huele a guerra”, dijo para sí mismo en voz baja, casi apagada. Cerró los ojos para relajarse y su mente viajó hasta su amor: Silvia. Sus ojos profundos, su sonrisa clara, el olor a membrillo de su piel. Su imaginación lo iba ganando despacio; hubiese querido sumergirse en ella entero, como arrastrado por las sirenas de Ulises, pero las voces cercanas de sus hombres no lo dejaron. Abrió los ojos y miró la lluvia con intensidad, mientras repetía de memoria un párrafo de su último escrito:
Como opuesto a la patria,
¿qué abandone este amor se procura?
No; Silvia es otra, no: jamás se opone
a mi ley su ternura;
mi ley es de la patria el amor pío, y es ley de Silvia, pues su pecho es mío.
Un sonido inesperado lo devolvió a la realidad. Se enderezó despacio, indagando con la mirada. En el sendero en tinieblas, bajo la lluvia, apareció la silueta del coronel Norberto Dianderas.
—Melgar —dijo con voz firme. Era un hombre recio, de estatura media, tenía el rostro burdo, sin afeitar y la manta que lo cubría estaba mojada—. ¿No debería estar durmiendo?
—Imposible, coronel, la batalla se acerca. Ya llegó el dulce momento de la Patria.
—Dios quiera que así sea, mi amigo —afirmó el hombre, quitándose la manta y tomando asiento frente a él.
Sus ojos estaban tan cansados que daba la impresión de que sus pupilas ardían. Estaba nervioso y tenía los labios morados por el frío. Se inclinó hacia adelante y empezó a hablar en tono desesperado:
—Nuestro enemigo, el mariscal Ramírez, sabe lo que hace. No tiene la torpeza brutal de Picoaga. Ha derrotado a Pinelo y Muñecas en La Paz y Puno, ha entrado a Arequipa y ahora avanza por nosotros. Hace unos días pasó por Cabana, siguió por Lampa y ayer tomó Ayaviri.
— ¿Entonces son ciertas las sospechas: está cerca, al otro lado del río?
—Sí, Melgar, respirándonos la nuca —dijo Dianderas, haciendo una pausa en la voz y casi de inmediato repitió—: Respirándonos la nuca, mi amigo. Creemos que ya dejó la estancia de Tacañahui y está aquí en las pampas de Umachiri. Nuestro encuentro es definitivo.
Ambos hombres quedaron en silencio. Poco a poco, la lluvia había ido cediendo. Levantó la vista y vio como la luz tenue y ceniza de la aurora flotaba sobre el río, dejando distinguir las siluetas que se inclinaban sobre el agua.
—Vamos, Mariano—pronunció el coronel—, ya casi amanece, debemos avanzar con la tropa. Los nueve “vivorones” tienen buen alcance, es buena artillería. Abramos fuego contra ellos. Esos malditos no se atreverán a cruzar el río, está tan crecido que pueden morir en el intento.
Casi de inmediato el hombre se despidió y corrió hacia la explanada a reunirse con sus soldados. Vio cómo la numerosa caballería se alejaba al tiempo que el cuerpo de infantería se movía hacía el sur para sorprender a los adversarios por el flanco izquierdo. Estaba seguro de que los realistas atacarían. No quería inquietarse, era malo. Era casi tan malo como tener miedo.
—Mariano, debemos ubicar la artillería en lo más alto de las colinas —manifestó el sargento mayor Manuel Amat y León—. Es la única manera de atacar con éxito.
No había ningún camino que pudiera distinguir, pero se abrieron paso zigzagueando por la pendiente. Manuel le pareció tan sereno que verlo le dio cierta envidia. Venía de sufrir una derrota ante Pinelo y Muñecas en el Alto Perú y sin embargo mostraba un ánimo fuerte y decidido. Ni él ni nadie hubiese podido vaticinar que aquél hombre de expresión adusta y ojos azul genciana contraería matrimonio cuatro años más tarde con su amada Silvia. Ese hombre que ahora lo miraba con intensidad y camaradería se quedaría con la musa de su inspiración y sería el encargado de pronunciar la emotiva oración de su entierro dieciocho años después, en el cementerio de la Apacheta, en su natal Arequipa.
Las bombas habían comenzado a caer, pero ellos continuaban subiendo el cerro. Todo era fuego cruzado y explosiones. Cuerpos volaban levantados por los aires y otros muchos yacían tumbados en el suelo, dejando manchas de sangre perpetua en la tierra.
—¡Señor, los realistas han cruzado el río! — gritó el soldado Pablo Huaranka— ¡Se han lanzado con el agua hasta el pecho y los fusiles sobre los hombros! ¡Nos tienen rodeados!
******
Estaba tumbado boca abajo sobre una alfombra de ichu. Abrió los ojos, aturdido, mareado. Sintió como la temperatura del aire descendía abruptamente, ya que el sol se había puesto y se extinguía el último resplandor en los cerros contiguos. Repasó con la vista el lugar y trató de reconocer a los hombres que estaban tendidos junto a él. A su costado, con el rostro cubierto de sangre, estaba el cacique Bernardo Sucacahua.
Detrás, el sargento Pedro Sahuaraura y a su izquierda su amigo el coronel Dianderas y el teniente coronel Echenique. Los soldados enemigos permanecían de pie, vueltos de espaldas a ellos. Más atrás un oficial de alto rango observaba por encima del hombro. Por su uniforme pudo deducir que se trataba de un mariscal. Era un tipo blanco, adusto, con ojos de lechuza, enorme nariz y labios finos. Tenía la cabeza calva, surcada de cicatrices y arrugas. Fumaba y tenía la mano apoyada en uno de los bultos que había en la explanada. De pronto, el hombre hizo una seña y los soldados empezaron a movilizar rehenes. En cuestión de segundos Dianderas y Echenique fueron levantados y arrastrados hacia el descampado.
— ¿A dónde nos llevan? — gritó Echenique, mientras los soldados halaban de él—, ¡Muerte al Rey! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Patria!
Quiso gritar con ellos e impedir aquello, pero fue cortado con brusquedad por los soldados. Uno de ellos volvió la cabeza hacia el oficial y expresó:
— ¿Qué hacemos con estos señor?
El hombre avanzó y empezó a hablar en voz alta, en tono furioso:
— ¿Cuál de ustedes es el Auditor Melgar?
—Soy yo…
—Ya veo —dijo sonriendo, aunque se notaba que no sonreía por dentro—. ¡Tráiganlo! —ordenó mientras avanzaba hacia una tienda cercana.
Lo sentaron sobre una silla casi desfondada. Ramírez se detuvo y lo observó un momento. Desató sus manos y le ofreció un poco de vino. Bebió despacio, mientras observaba a su alrededor. El aire estaba viciado, cargado de humo de tabaco y fogón. Olía a café, carne frita y pimienta. Una vieja bota de vino, de cuero oscurecido por el uso, pendía de una de las estacas. Sobre una mesa grande se distinguían varias cartas y mapas. Al fondo había un catre y junto a él una pequeña mesa con libros y velas.
— ¿Qué tiene usted para justificar su identidad? —preguntó Ramírez.
Abrió la chaqueta de su uniforme, que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado. El mariscal lo abrió, miró con desconfianza y le dio varias vueltas entre las manos.
—Se llama Mariano —dijo, mirándolo ceñudamente.
—Así es.
—Bueno, he oído hablar mucho de usted.
— ¿Qué es lo que ha oído de mí, mariscal?
—He oído decir que es usted un intelectual, poeta y patriota excelente. Un hombre sencillo, serio y valiente.
— ¿Dónde ha oído usted todo eso?
—Las cosas se saben, joven Melgar —expresó el militar. Tomó el vino y bebió hasta terminarlo—. Destaca usted de entre todos los demás por su obstinada decisión y otras calidades.
—Mariscal, desearía saber de qué se trata todo esto. ¿Para qué me ha traído aquí?
—Al grano entonces, Melgar—dijo el militar sonriendo socarronamente en la penumbra de la tienda—. Hoy nuestras fuerzas han triunfado sin recibir casi ni una herida.
Tuvimos solamente trece bajas; en cambio, debe saber usted que han muerto mil de sus compañeros y estamos tras la huella de Pumacahua y los hermanos Angulo. Su tan arrogante revolución ha quedado humillada por mucho tiempo, sino para siempre, y ya no hay esperanza alguna para ustedes, mi estimado señor.
Habiendo terminado la frase el oficial cogió una hoja de papel, una pluma y se las extendió:
—Haga usted su declaración. Arrepiéntase en ella, jure por el Rey y será perdonado. Si no lo hace morirá usted en esta pampa sobre esos mil cadáveres tendidos en el campo.
El fuego iluminaba su cara. Sus ojillos de rapaz eran fríos como uvas congeladas y brillaban con inmensa arrogancia. No tardó en darse vuelta, abrió un armario, tomó una botella y se sirvió un poco de licor. Luego se acercó a la mesa y observó los mapas, como si le interesasen.
—Sepa usted, estimado mariscal, que he venido aquí preparado para morir —dijo con firmeza pese a que se le revolvían entrañas—. No traicionaré a mi Patria.
******
El sol no alumbraba aún. Sentía en su espalda la frialdad del viento que llegaba desde las cumbres nevadas. Respiró a fondo el olor de la tierra. Se sentía desolado, confuso, pero orgulloso y valiente al mismo tiempo. Pensó “si no estuviéramos en guerra, iría con José Fabio a pescar camarones a Corire”. Casi pudo saborear la zarza de camarones crudos bañados en vinagre y limón que preparaba su madre. Varios soldados revisaban sus fusiles y discutían. Uno de ellos, el sargento, miró su reloj: eran las cinco y cuarenta y dos minutos. Había que esperar que dieran las seis. Se sentó en el suelo. El sargento le entregó un cigarrillo, lo encendió, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos y aspiró profundamente. Le temblaban las manos. Los soldados hablaban en voz baja, como si él no estuviese ahí. Advirtió que rehuían su mirada. Vanamente procuró recordar a la mujer de su vida pero lo interrumpió la voz de un soldado.
— Melgar, ya es hora— dijo el hombre sin mirarlo a los ojos.
El frío le cortaba la piel. Oyó el ruido del cerrojo de un fusil al correrse. El piquete se había formado y esperaba inmóvil. Las armas de los hombres convergían sobre él; de pie con las manos atadas, contuvo el aliento y esperó la descarga. Le asombró no sentir miedo, ni vértigo, ni fatiga.
Se oyó un ruido seco y un fogonazo amarillo iluminó la madrugada. Vio pasar a su madre por entre los árboles. El sol iluminaba las paredes de sillar y la alfalfa se meneaba a ritmo del viento en una danza aparima. Extendió su mano y tomó la de su madre. La mujer la retuvo, le pasó el pulgar acariciándole la palma y la cerró con ternura. Pudo sentir el perfume de las pequeñas papayitas maduras en el árbol cercano a la cocina. La voz de su padre, el sabor a rocoto y pan de Ripacha: “Mariano, ven hijo, vamos a caminar”.
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